Movimiento de liberación nacional: Indígena y criollo.

        Los indígenas y el movimiento de Independencia

Tradicionalmente se ha atribuido a los héroes el haber logrado la independencia de México, por lo que se han exaltado los nombres de Hidalgo, Morelos, Allende y Guerrero, entre otros, y se ha hecho hincapié en sus hazañas militares y sacrificios personales a favor de la causa. Sin menoscabo del respeto y admiración que les debemos, y sin dejar de tomar en cuenta sus indiscutibles méritos, pero con una mirada más objetiva e incluyente, la historiografía de las últimas décadas, en especial los trabajos de tres investigadores norteamericanos, Brian Hamnett, John Tutino y Eric Van Young, aparecidos en la década de 1980, se han ocupado de estudiar a los protagonistas de segunda importancia, así como a las masas que sostuvieron al movimiento insurgente durante los once años que mediaron entre el estallido de la rebelión, en septiembre de 1810, y la consumación de la independencia, en septiembre de 1821. También Miguel León-Portilla ha contribuido al estudio de la situación de los indígenas durante el movimiento de independencia con sus trabajos aparecidos recientemente.
Gracias a estos estudios sabemos hoy día que las filas de los insurgentes estuvieron integradas mayoritariamente por campesinos y que los grupos marginales de las urbes se mantuvieron alejados del movimiento. Asimismo sabemos que no fueron principalmente mestizos y criollos quienes las conformaron, como había sostenido la historiografía tradicional, sino que la participación de indios fue muy elevada, según Eric Van Young de un 50 a 60%. Esto no debe sorprendernos, ya que este porcentaje es equiparable a la proporción de indios en el conjunto de la población: se estima que en 1814 el virreinato novohispano tenía una población de 6 122 000 habitantes, de los cuales los indios constituían el 60%; las castas el 22% y los blancos el 18%.
Antes de entrar en materia quisiera subrayar que los insurgentes no dejaron registros sobre la composición de sus tropas y, por lo tanto, carecemos de datos precisos al respecto. La mayoría de las fuentes disponibles son procesos judiciales contra insurgentes que cayeron en manos realistas. Si bien de éstos hay muchos, la información que arrojan está sesgada y no siempre es fidedigna, aunque permite sacar algunas conclusiones. También resulta importante tomar en cuenta los prejuicios que la mayoría de los blancos tenía en contra de los indios: los consideraban "gente sin razón", flojos, indolentes, borrachos y mentirosos.
Al hablar de indios o indígenas no me refiero a individuos racialmente puros, pues a principios del siglo XIX la población novohispana en su mayoría era mestiza, sino a personas cuyo estatus jurídico y social los vinculaba a este grupo de la población. Eran hombres y mujeres que en las actas de bautismo estaban registrados como indígenas; vivían en los pueblos de indios y respetaban sus usos y costumbres; gozaban de privilegios como el derecho a tener tierras comunales, entre ellas el fundo legal que comprendía 600 varas a partir del centro del pueblo (aproximadamente 101 ha.), y tenían obligaciones, como pagar tributo a la corona española y cumplir con los cargos comunales.
Por otra parte, los indios no eran un grupo homogéneo, pertenecían a diferentes etnias, con sus propias lenguas, costumbres y tradiciones religiosas. Aunque compartían muchos rasgos culturales y había semejanza entre sus creencias, forma de vida y tradiciones, carecían de una identidad común. De hecho, el concepto y término "indio" no les era propio sino fue acuñado por los españoles para englobar a los nativos y diferenciarlos de los españoles, negros y mezclas.
La mayoría de los indígenas vivía a nivel de subsistencia, labraban pequeñas parcelas de tierra donde sembraban maíz, frijol y chile para el autoconsumo o para vender en los mercados regionales, y poseía modestos rebaños de ganado menor, ovejuno y caprino y huertas con calabazas, chiles, chayotes y árboles frutales. Un sector importante no tenía acceso a la tierra y demás medios de producción y conformaba una especie de proletariado rural, que necesitaba alquilar su fuerza de trabajo para subsistir.
Hoy día sabemos que los indios se incorporaron individualmente o por grupos a las filas insurgentes, y generalmente lo hicieron cuando tenían alrededor de los 30 años de edad, es decir, cuando ya eran hombres maduros, que sostenían una familia, pagaban tributo y cumplían con las obligaciones de sus comunidades.  Según Van Young, los indios insurgentes fueron en su mayoría personas "comunes" y sólo en casos aislados "notables", es decir, dirigentes o personas de mayor nivel económico al del promedio. Los notables, por lo general, guardaron más relación con las autoridades virreinales y permanecieron leales al rey. Hubo excepciones, cuando había rencillas personales, deseos de venganza o cuando estaban contendiendo por algún cargo político.
No resulta fácil conocer los motivos por los cuales los indios se afiliaron al movimiento de insurgencia. Los testimonios directos con que contamos parecen parciales, ya que proceden de las declaraciones durante los procesos y es complicado saber hasta qué punto las causas que expusieron en su defensa fueron las verdaderas. Por ejemplo, con frecuencia arguyeron que habían estado borrachos en el momento de alistarse. Como el abuso del alcohol fue una práctica común entre ellos, y bajo su efecto con frecuencia surgían riñas que devenían en conflictos mayores, resulta probable que en ocasiones realmente haya sido la causa o cuando menos haya influido en ella.
Tampoco el reclutamiento forzoso o mediante engaños, que aparece una y otra vez en las declaraciones como justificación por haberse afiliado a la causa, parece una mera excusa. Según estos testimonios, los campesinos reclutados vivían en condiciones de prisioneros de los insurgentes y sólo lograban liberarse si se escapaban o eran capturados por los realistas. Es probable que algunos gobernadores o alcaldes de los pueblos hayan obligado a sus súbditos a participar en la insurgencia.
Un poderoso móvil que impulsó a muchos indígenas a afiliarse al movimiento fue el odio que tenían a los españoles y su deseo de venganza. Tal fue el caso de José Nicolás Martínez y José de Jesús Caleria y como de otros seis nativos de Mexquitic, Jalisco, apresados en 1811. Algunos se sumaron a la lucha para saquear propiedades de los realistas. El propio Hidalgo alentó a sus seguidores a despojar a los españoles de sus bienes, escapar de la justicia por haber cometido algún delito, o simplemente buscar una ocupación y un medio de vida.
Pero, al margen de estas motivaciones personales existían numerosos problemas sociales y económicos —tanto externos como internos— que impulsaron a los indios a la lucha. En muchos casos se trataba de viejos conflictos que habían creado un clima de inseguridad y rivalidad y en los que ya había antecedentes de brotes violentos.
Entre los problemas externos a las comunidades ocupaban un lugar preponderante los relacionados con la tierra y el agua. Estos últimos se gestaron en el siglo XVI cuando, ante el derrumbe de la población indígena, que según estimaciones de Woodrow Borah implicó un descenso de alrededor de 10 millones de habitantes a uno y medio millones, las comunidades perdieron sus tierras y aguas por despojos, ventas o reubicaciones de sus pueblos o porque no tuvieron hombres para trabajarlas.
Las tierras cayeron en manos de españoles labradores y estancieros y fueron el origen de las haciendas que surgieron a partir del siglo XVII. Al recuperarse la población indígena hacia mediados del XVII, las nuevas generaciones carecieron de tierras y aguas, por lo que tuvieron que emplearse en las haciendas y obrajes o emigrar a las ciudades para obtener medios de vida. El proceso de expansión territorial de las haciendas continuó en los siglos XVII y XVIII, lo que dio por resultado que a principios del siglo XIX muchos pueblos carencieran de medios de producción, por lo que las invasiones de tierras eran constantes y daban origen a innumerables conflictos con las autoridades, vecinos, hacendados, mayordomos y administradores, así como periódicos enfrentamientos violentos.
La situación fue particularmente difícil para los indígenas en la región de El Bajío, cuna del movimiento independentista y donde se afiliaron decenas de miles de campesinos a la causa. Desde las primeras décadas del régimen colonial esta región, situada entre el Altiplano central y la zona minera del norte, había obedecido a un patrón de desarrollo económico europeo. En el siglo XVI fue una región eminentemente ganadera, pero en el XVII, con el auge de la minería y la creciente demanda de artículos de subsistencia por parte de los centros urbanos del Altiplano y gracias a la construcción de una imponente infraestructura hidráulica, en el siglo XVII se convirtió en agrícola y manufacturera. Las condiciones de trabajo relativamente buenas que ofrecían las haciendas y fábricas de textiles atrajeron a muchos indígenas, principalmente tarascos, otomíes y nahuas. Aunque estos grupos no lograron un nivel de vida elevado, si obtuvieron cierta seguridad en cuanto su subsistencia. El Bajío asimismo atrajo a un gran número de personas que arrendaban las tierras que las haciendas no utilizaban directamente.
Pero en la segunda mitad del siglo XVIII las condiciones socioeconómicas de El Bajío se deterioraron considerablemente. La disminución de la producción minera y las sucesivas crisis agrícolas implicaron una baja de la producción y afectaron el nivel de vida de los peones de las haciendas, de los jornaleros eventuales y de los arrendatarios. Hacia finales del siglo la mayoría de los indios de El Bajío, unos 168 879, vivía fuera de sus comunidades y estaba hasta cierto grado "hispanizada". Las autoridades de la intendencia de Guanajuato los clasificaban como "vagos". Se estimaba que el número de indios de "república", es decir los que vivían en comunidad, sólo llegaba a 76 852, repartidos en 37 pueblos, según un censo de 1793. La situación de estos pueblos era delicada, pues una encuesta levantada alrededor del 1797 reveló que la mayoría de ellos tenía muy pocas tierras comunales. En San Felipe y en Dolores, por ejemplo, ningún pueblo contaba con "fondos comunales ni siembras de milpas comunes". En parecida situación se encontraban León, San Miguel del Grande, Celaya y las poblaciones menores de su jurisdicción. Había excepciones como cuatro pueblos de la región de San Luis de la Paz que conservaban algunas tierras, pero su posesión se hallaba en litigio, pues los terratenientes locales la habían reclamado. Otros, como dos pueblos de la zona de Salamanca, daban sus tierras en alquiler; dos pueblos de Salvatierra poseían tierras pero eran improductivas.
En el momento que nos ocupa, la situación de los indios se había deteriorado. Los salarios disminuyeron a la par que aumentaron los precios, especialmente los del maíz, su alimento básico. Periódicas crisis alimenticias asolaban a la región y el hambre hacía estragos entre la población. En 1785 y 1786, habían muerto muchas personas y en 1810 y 1811, a causa de intensas sequías, surgió una nueva crisis agrícola que afectó principalmente a las masas campesinas. Si en 1790 la fanega de maíz se vendía entre 16 y 21 reales, para 1811 la misma medida había aumentado a 36 reales.
Asimismo había fricciones con funcionarios reales, párrocos y miembros del clero regular en torno al cobro del tributo, del "repartimiento forzoso de mercancías", de obvenciones eclesiásticas y de pensiones suplementarias al mantenimiento de clérigos que motivaron la insurrección.
Finalmente hubo problemas internos de las comunidades. El vacío de poder que quedó al declinar la influencia y el control económico de algunas de las familias de caciques indígenas llevó a grupos antagónicos a luchar por ocupar estos lugares de poder. Durante las celebraciones religiosas, particularmente las de Todos Santos y Días de Muertos, con frecuencia surgían disturbios, causados por elementos de orgullo local. Las figuras de Hidalgo y de Morelos que gozaron de prestigio a partir de su trágica muerte, unidas a la Virgen de Guadalupe, patrona de la insurgencia, dieron legitimidad al movimiento. Los pobres creían que esta última los apoyaba en contra de los ricos y favorecía la causa insurgente.
Cabe resaltar que los indios insurgentes no buscaron la independencia de Nueva España o de América septentrional, para decirlo en términos de la época. En primer término carecían de una percepción clara del régimen novohispano y del territorio que comprendía el reino de Nueva España. Si bien se sentían súbditos del rey de España, imaginaban esta relación como un vínculo personal, producto de un convenio entre las comunidades y la Corona, mediante el cual las primeras aceptaban pagar el tributo, mientras el rey asumía la obligación de protegerlos. Desde el siglo XVI se había creado en su imaginario una desvinculación entre el rey y sus funcionarios, lo que les permitió ser fieles al primero a pesar del mal manejo de la administración virreinal. Esta forma de pensar se reflejaba en la expresión "Viva el rey y muera el mal gobierno", utilizada, por ejemplo, durante el tumulto de 1692 en la ciudad de México; y más cercano a nuestra época de estudio, en 1766, por los cerca de seis mil amotinados en Guanajuato. Tampoco les interesó reivindicar sus derechos como indígenas, ya que carecían de una conciencia de grupo y no percibían que pertenecían a un sector social que estaba en desventaja frente a los demás.
En síntesis, fueron motivaciones culturales, sociales y económicas las que impulsaron a los indios a participar en la lucha. Su espectro político se circunscribía a la vida comunal y a los acuerdos o diferencias que tenían con los pueblos vecinos, con las instancias de gobierno locales, con los clérigos de sus demarcaciones y los hacendados de las inmediaciones. En la mayoría de los casos se trataba de preservar su status quo, su integridad comunitaria, recuperar el equilibrio social y ajustar viejas cuentas.
Aunque a primera vista esta afirmación resulte desconcertante, cabe recordar que la preservación de la vida comunal y los usos y costumbres asociados a la misma es algo inherente al mundo campesino. El movimiento zapatista, que se dio 100 años después en Morelos durante la Revolución Mexicana, por ejemplo, se enfocó a recuperar las tierras perdidas a manos de las haciendas y no tuvo la intención de derrocar a la clase política porfirista.
El carácter local de los conflictos por los que los indios se afiliaron a la insurgencia se manifiesta en el hecho de que se mantuvieron próximos a sus pueblos. Sobre todo los que eran labradores y estaban casados, permanecían lo más cerca posible de sus casas, a diferencia de los pequeños comerciantes y arrieros, así como los solteros, que se aventuraban más lejos.
La participación indígena en la insurgencia comenzó el domingo 16 de septiembre de 1810, en el pueblo de Dolores. El cura Miguel Hidalgo convocó a los indios y mestizos que acudían al mercado y a los cuales muy pronto se unió un número inusitado de inconformes. El primer día del levantamiento tomaron la ciudad de San Miguel el Grande y dos días después, Celaya. El 23 de septiembre, 23 mil personas llegaron a Guanajuato; el 28 asaltaron su alhóndiga y saquearon la ciudad, matando a varios españoles y criollos. Para principios de octubre, cuando tomaron la ciudad de Valladolid, los rebeldes al mando de Hidalgo sumaban unos 60 mil, y ya eran 80 mil cuando se presentaron en las inmediaciones de la ciudad de México, el 28 de octubre de 1810.
A pesar de que muchos de los líderes del movimiento encabezado por Hidalgo eran criollos o mestizos, a los ojos de los europeos y criollos del virreinato el levantamiento era eminentemente "indio". De hecho, esa fue la principal razón por la cual, aun los autonomistas más fervientes, no brindaron su apoyo al mismo.
Entre los líderes indígenas sobresale el caudillo Albino García Ramos, proveniente de Guanajuato, quien había trabajado en varias haciendas y tenía fama de buen charro. Lo apodaban "el manco" debido a que se había roto un brazo al caer del caballo. Entrando en contacto con los insurgentes se sumó a la rebelión junto a su hermano Pedro. Con cerca de mil hombres atacó Pénjamo, Lagos y varios otros lugares de Guanajuato, Michoacán y Aguascalientes. Con el paso del tiempo aumentó su contingente a más de seis mil hombres. Derrotado en junio de 1812 por Agustín de Iturbide, cuando éste militaba como realista, perdió buen número de sus seguidores. Lo apresaron y ejecutaron en Celaya junto con su hermano Pedro.
En la intendencia de Guadalajara también hubo líderes indios, como los principales de Zacoalco, Juan Paulino y Pedro Rosas. Al parecer, en octubre de 1810, ante los rumores de que se acercaban "gavillas" o tropas de insurgentes a la ciudad de Guadalajara, las autoridades civiles y eclesiásticas de Nueva Galicia hicieron distintas diligencias para evitar que reclutaran a la población. En primer lugar, se emitió un bando donde se ofrecía la exención de tributos a los indios, negros y castas que se unieran a las fuerzas realistas, con base en un decreto virreinal del 5 de octubre, en el que se abolía el tributo para calmar los ánimos de estos grupos. En seguida vinieron las amenazas. El obispo Ruiz de Cabañas ratificó la excomunión de Miguel Hidalgo y de todos aquellos que se unieran a su causa. La situación de los indígenas en esta zona no era muy distinta de la que se vivía en El Bajío. El 80% de los pueblos de la región de Guadalajara, por ejemplo, tenía sus bienes de comunidad arrendados a particulares, y se veía constantemente amenazado con la pérdida de los mismos. Una vez iniciado el estado de guerra, las autoridades virreinales les facilitaron la elección por el bando rebelde, con sus peticiones de apoyo económico y humano, mediante levas forzadas.
Cuando algunos jefes del ejército en rebeldía pasaron por "el camino real de Colima" encontraron gran respaldo entre los pueblos indios. Tal fue el caso de José Antonio Torres, un jefe rebelde que procedía de Guanajuato. En Zapotitlán, el cabildo indígena se pronunció por apoyarlo, y lo mismo ocurrió en los cabildos de otros pueblos de la región. En Sayula, Torres recibió a los representantes de las "repúblicas de naturales", quienes se pusieron a sus órdenes. A uno de ellos, Juan Paulino, lo nombró "capitán comandante". Paulino destacó en varias batallas contra el "ejército de los gachupines", como llamaba a los realistas. Tomó, por ejemplo, al lado de otras "compañías" de indios, el Real del Rosario en diciembre de 1810. Apoyó también a José María Mercado, cura de Ahualulco, en la toma de Tepic, donde se les unieron alrededor de dos mil indios coras, tanto de las rancherías cercanas como de la sierra. Posteriormente se apoderó de la base naval de San Blas, desde donde condujo a un grupo de indígenas y 43 cañones solicitados por Hidalgo. Otras acciones de Mercado y Paulino se llevaron a cabo en los meses siguientes, hasta que Mercado fue derrocado y muerto en San Blas, en 1811.
Otros principales indígenas de la zona que participaron activamente durante esta primera etapa insurgente fueron los alcaldes de Ahualulco, Lázaro Ximenes y Juan Sebastián Bosques, quienes probablemente formaron parte de la compañía de 124 indígenas que fue apresada en San Blas, el día que derrocaron a Mercado.
Un caso notable fue el de Encarnación Rojas (o Rosas), hijo de un pescador de Mezcala, quien combatió al lado de José Santa-Ana en varios lugares cercanos al lago de Chapala. Fortificados en una isla, resistieron las embestidas de los realistas hasta 1816, cuando una epidemia, aunada a la falta de alimentos por el cerco realista, los hizo capitular.
Otro caudillo indígena fue el tlahuica Pedro Asencio Alquisiras, quien combatió junto con Vicente Guerrero en varios lugares del centro del país y en una ocasión derrotó a Agustín de Iturbide. Fue gracias a él y a Guerrero que la revolución continuó cuando parecía extinta. Por sus méritos en varios combates, José María López Rayón le confirió el grado de capitán. Continuó combatiendo aún después de que Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero proclamaran el Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821, pronunciamiento político mediante el cual se decretaba la independencia de Nueva España. En junio de 1821 atacó al pueblo de Tetecala. Los realistas concentraron entonces numerosas tropas para enfrentarlo. La consecuencia fue que la mayoría de los insurgentes perdió ánimo y durante el enfrentamiento final Alquisiras pereció. Su cabeza fue expuesta en Cuernavaca como escarnio.
Los líderes indios rebeldes no siempre supieron ganarse y conservar el apoyo de los pueblos. Tal fue el caso de Antonio Cañas, un indio de Nayarit que recibió inicialmente el respaldo de los huicholes y otros grupos de la zona. No se poseen demasiados datos sobre su actuación, pero por documentos de los realistas se sabe que sus propios seguidores lo mataron o lo entregaron al comandante de las fuerzas realistas en Bolaños, en julio de 1813. Según esta versión, Cañas había "agavillado consigo" a los pueblos de San Sebastián, San Andrés y Santa Catarina. Pero muy pronto sus pobladores "experimentando en sí mismos las inquietudes del perverso cabecilla, se le comprometieron al comandante de Bolaños a perseguirlo hasta su aprehensión", y lo cumplieron. Su cabeza fue enviada al pueblo de Jesús María y una mano, al de Bolaños. Según el cura de este último pueblo, los mismos indios que apresaron a Cañas, se ocuparon después, con gran utilidad y gozo, a "escoltar" las barrancas, arroyos y sierras vecinas a favor de la causa realista.
Sin embargo, al margen de estos y otros casos donde los indígenas se hallaron al mando de tropas insurgentes, la mayoría de los mismos participaron como soldados rasos. Aunque los indígenas, salvo raras excepciones, no tenían adiestramiento militar y no contaban con armamento de fuego su participación fue decisiva en la lucha. Poseían una ventaja numérica, eran valientes y contaban con lanzas, flechas y piedras. Algunos de ellos incluso recurrieron a las armas tradicionales con el arco y la flecha, y así, en 1811, Mercado solicitaba a Nayarit que le enviaran los "indios de flecha" que fueran posibles.
Sobran ejemplos en los que los capitanes de alguna compañía de indios señalan las estrategias de guerra que los llevaron a victorias o fracasos. En estos relatos se aprecia su debilidad armamentística y disciplinaria, a la vez que se subrayan su "entusiasmo" y "decisión". En un relato de Juan Paulino, por ejemplo, se lee que en el pueblo de Sayula, sus soldados inicialmente "echaron pie atrás", al ver al ejército realista "brillar de armas" y disparar con un cañón. Su compañía no pudo más que encomendarse a la Virgen de Guadalupe y tirarse "pecho a tierra". Pero recuperados del temor y armados de valor, "arrebatadamente" se acercaron, "y a piedrazos los hicimos correr y agarramos el cañón y todos los fusiles que iban tirando como quien tira bolas al suelo rogando de lanzas". En otra ocasión, al mando de Torres, también con una muy "nutrida lluvia de piedras", hicieron retroceder a la caballería realista.
Además, en muchas ocasiones proporcionaron los medios de subsistencia de los ejércitos en rebeldía y elaboraron gran parte del armamento utilizado, principalmente los arcos y flechas. En la isla del Lago de Chapala, por ejemplo, los indios, bajo la dirección del padre Castellanos, establecieron una "fábrica de pólvora y balas", haciendo constantes expediciones a la costa de Tizapán para abastecerla de leña.
Un gran número de indígenas cayó en manos de realistas durante los años de lucha. En prisión, por lo general, gozaron de una situación más benévola que los españoles y mestizos insurgentes y el tiempo que se les mantuvo en prisión fue más breve. Así, el 75% de los indios de los cuales se conocen sus sentencias cumplió un máximo de dos años, mientras que los españoles que habían cometido las mismas faltas cumplieron como mínimo este lapso de tiempo. Tal parece que el gobierno colonial mostró mayor indulgencia hacia ellos por considerarlos menores, necesitados de la protección de las autoridades españolas.
Pero, a pesar de lo anterior, como ha señalado Miguel León-Portilla, las ejecuciones de indios insurgentes a manos de realistas fueron relativamente frecuentes. Por ejemplo, José Nicolás Martínez, José de Jesús Caleria y otros seis fueron ejecutados por la espalda, sin ser sometidos a juicio. En Cuernavaca los indios José Hipólito Medrano y Juan José Manuel, acusados por gente de Coajomulco fueron condenados a muerte y ejecutados en 1816. Parecidos fueron los casos de Antonio Andrés, indio del pueblo de Sayula y de José Andrés de San Miguel Temoaya, quienes apresados después de una batalla, fueron ejecutados el primero en 1811 y el segundo en 1813.
En las inmediaciones de Guadalajara fue apresado, condenado a muerte y ejecutado José Antonio Irineo. También Felipe Anselmo, gobernador indígena de Tecozautla, del antiguo distrito de Huichapan, fue acusado, condenado a muerte y ejecutado por haber incitado a muchos a rebelarse.
Una vez lograda la independencia pocos fueron los beneficios inmediatos que obtuvieron los indígenas y más bien resultaron perjudicados. Les afectó el receso económico y la inestabilidad que caracterizó al país durante el primer lustro independiente. Asimismo, les fueron adversas las nuevas leyes emanadas de la República. Mediante las leyes de desamortización de bienes eclesiásticos y comunales, impuesta por ley Lerdo de 1856 y la Constitución de 1857, como parte del programa liberal republicano de los gobiernos de Ignacio Comonfort y Benito Juárez, se disolvieron las repúblicas de indios y las llamadas parcialidades o entidades indígenas situadas dentro de algunas ciudades; se suspendió el régimen jurídico especial de que gozaban, que incluía la existencia de juzgados para los indios, y, lo más grave, se abolió la propiedad comunal de la tierra.
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